“Costumbres provinciales, la carrera del pollo”-Semanario Pintoresco Español; 2ª Serie, Tomo 1º, nº 29; 21-07-1839
Todos sabemos que en Grecia en
sus tiempos florecientes, el gimnasio estaba abierto en todas las ciudades; que
la lucha era el ejercicio de los jóvenes, y que en sus juegos públicos atentos
los magistrados a premiar la robustez y el valor, adjudicaban los primeros
honores al vencedor en la carrera; prueba la más segura de las fuerzas,
consiguiendo por este medio criar a los jóvenes ágiles, y vigorosos, y tener en
ellos útiles, y valientes defensores de la Patria. Esta costumbre loable cayó,
y desde entonces en muy pocas poblaciones se ha conservado un estímulo para la
robustez corporal. Funciones que debiliten nuestra máquina, o la induzcan a los
vicios se hallan establecidas muchas: las hay que deterioren o enfurezcan el
espíritu, que preparen el hombre a la crueldad, o lo hagan pusilánime; pero, lo
repetimos, pocas son las que lo excitan a la fortaleza, a la templanza y al
valor. Villena no obstante conserva aún
una. Sus hijos tienen un estímulo porque un día pueden hacer ostentación de sus
fuerzas. ¡Ojalá fuera una obligación, y la debilidad, hija generalmente de los
vicios, o de una mala educación, tuviese que gemir abatida a vista de la
robustez vencedora!
Así como en otro tiempo los
habitantes de Grecia celebraban la mayor de sus festividades con los juegos Olímpicos:
así como en otros los jóvenes recorrían un dilatado espacio disputándose con
ardor el llegar primero a la meta; no por el débil precio de la recompensa
material, sino por la gloria del premio moral, por la honra de haber sido
vencedor; así los jóvenes de Villena
en el día de Santa Ana se disputan
todos los años igual victoria.
A las cinco de la tarde, y luego
que el calor del estío se apacigua, y la brisa marítima consuela la respiración
fatigada, el vecindario todo marcha a una ermita de Santa Lucía situada
extramuros de la ciudad, Al frente de ella se ve el camino de Alicante, que se
dilata por una bellísima llanura, mas desde este hasta la ermita se levanta un
penoso recuesto cuya extensión será de cincuenta pasos. En la altura se coloca
el Magistrado. La cofradía de Santa Ana conduce una vara bastante alta, que ha
de servir de meta, y en ella atados dos o tres pollos, como premio destinado al
vencedor, A la espalda del Magistrado se coloca una música, y a la izquierda se
sitúa un joven con una escopeta. El
concurso yace esparcido a un lado y otro
del camino, formando una perspectiva agradabilísima las mantillas
blancas, que usan las labradoras del país; y los porteros del Ayuntamiento
conservan despejada la carrera sin permitir que nadie se interponga.
Los que aspiran a la victoria se
ven situados a la distancia de dos mil
pasos poco más o menos. Un individuo de la cofradía los coloca en una fila con
igualdad, y en ella esperan la seña para principiar el movimiento. Todos se
encuentran vestidos del modo más ligero, en cuerpo de camisa con unos
calzoncillos blancos, o un calzón corto de paño, suelto enteramente de los
botones de la rodilla, calzando unas alpargatas usadas, y de poco peso. Luego
que se han situado, y no hay esperanza de que otro alguno quiera concurrir a la
disputa, un encargado de la hermandad hace seña de estar dispuestos disparando
un tiro, y el joven que se mira al lado del magistrado, previa la orden de éste
dispara otro de prevención. Los corredores se aperciben y al hacer fuego
segunda vez, al ver la humarada del fogonazo emprenden su marcha rápida como la
de una exhalación. No es posible describir su velocidad: tres o cuatro minutos
les bastan para recorrer el enorme espacio, y apenas se les vio salir de la
línea, cuando ya se les mira llegar al pie del recuesto pálidos y fatigosos
descubriendo su fornida musculatura, cual en otro tiempo los valerosos atletas.
Ya vencieron la mayor distancia; pero aún les queda lo más penoso, y cuantos
los ven los animan, y estimulan a hacer el último esfuerzo.
Al llegar al principio de la cuesta
muchos se reconocen vencidos, y suspenden la carrera para probarse en una
segunda; pero siempre seis u ocho anhelan por llegar hasta la meta. En los
últimos instantes se demuestra todo su vigor, suspenden el aliento temeroso, de
que con él se les vaya la fuerza, y pugnando contra la fatiga impelen sus
músculos con la mayor violencia: sus pies apenas tocan la tierra, y así arriban hasta el Magistrado. El
primero, que asciende toca la vara, donde se halla el premio; el que le sucede,
se ase de su mano y la música celebra su triunfo. Entonces el primero recibe
tres pollos, y el segundo dos, y respirando apenas, van por entre la
concurrencia recibiendo los aplausos que el pueblo les prodiga, y que forman la
verdadera recompensa de su noble emulación.
Corren después otras dos veces, y
suele verse alguno, que a pesar del cansancio consigue dos o tres premios.
Concluidos estos se da un estímulo a la niñez, preparándola a lo que debe hacer
un día. Los muchachos también corren; pero ¡que de precauciones hay que tomar
con ellos! Seis o siete hombres los arreglan: arman doscientas quimeras antes
de ponerse en orden, y rara vez a la señal hay alguno que no lleve ventaja. Mas
no basta esto; es necesario pintarles
las caras variando de color y divisa todos los años. Unas veces se les hace una
cruz en la frente con negro, encarnado o
amarillo; otras veces se les pinta de un color toda la nariz, o la mitad de la
cara; en fin se les pone de una figura espantosa; pero aún son insuficientes estas
precauciones, y nunca faltan bribonzuelos, que habiendo visto como pintan a los
otros se tiznan del mismo modo, y ocultos entre el concurso quieren ahorrarse
la fatiga de una mitad de la carrera. Contra estos ladronzuelos de la fama, y
de las aves, se esparcen millares de espías: todos toman interés por el verdadero acreedor al premio, y
rara vez el engaño consigue no ser
conocido.
En medio de esta diversión el
pueblo se entrega al contento, y el filósofo se cree trasportado a la antigua
Grecia, y retrogradado a los siglos de Aristóteles y Platón. Esta costumbre fue
de origen griego y el pueblo que la
conserva, da en ella algunos indicios de su
primera población. No ayuda menos a creerlos frugalidad con que se pasa
aquel día. En todas las diversiones públicas se hacen gastos extraordinarios, y
Villena es una de las ciudades que más consumen en tales casos: solo en el día
de Santa Ana son económicos sus labradores, y no se obsequian mutuamente, sino
con habas y almortas cocidas con una yerba aromática, llamada en el país poleo. Lo frugal de esta refacción nos
recuerda la simplicidad de los primeros tiempos.
Una cosa sola nos hace creer que
vivimos en los presentes, y es la belleza, y carácter alegre de las morenas
hijas del país. Vestidas coa una tela finísima de lana rayada de azul y
encarnado, con un jubón de raso. o de tisú de manga corta, con vuelos de
encaje, un pañuelo blanco bordado de oro o de plata, medias blancas y zapatos
de seda; adornadas con largas arracadas,
y costosos collares; peinándose con una sola trenza, que llevan caída y
terminada con un lazo, y sujetándose el cabello con una pequeña peineta de
plata sobredorada, colocada en el lado derecho; traje vistoso, que ellas solas
usan en toda España, llenan de ilusiones a cuantos las miran, y de delicias a
sus amantes; si bien siempre son delicias con celos, porque las Murcianas demasiado joviales para no causar penas a los
que las quieren bien.
N. B. S.
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